La comida emocional, como su propio nombre indica, es la comida que consumimos para calmar, o a consecuencia de sentir, determinadas emociones (tristeza, alegría, aburrimiento, enfado, miedo…). Es decir, cuando comemos emocionalmente no tenemos hambre, pero sí ganas de comer.
Comer emocionalmente está bien, todos lo hacemos. Por ejemplo: cuando te comes un helado, normalmente no lo haces porque tengas hambre, sino porque te apetece y eso está bien, a todo el mundo nos gusta comer helado. El problema viene, al igual que con cualquier otra cosa, cuando dependemos de ello, cuando se convierte en un hábito. Es decir, cuando SIEMPRE que sentimos una determinada emoción acudimos a la comida para sentirnos mejor. Comida que generalmente será poco nutritiva y con altos niveles de azúcares.
Esto ocurre porque la comida en general y, el azúcar específicamente, nos calma. Aumenta durante unos instante nuestros niveles de dopamina produciéndonos placer y, por lo tanto, disminuyendo nuestro malestar. Sin embargo, no solo la comida puede ayudarnos a sentirnos mejor: acciones saludables como salir a pasear, charlar con amigos, escuchar música, bailar, hacer deporte, leer... pueden tener el mismo efecto sobre nosotros. La gracia está en ir variando.
¿Cómo identificar hambre emocional de hambre fisiológico?
La mejor manera de diferenciar hambre emocional de hambre fisiológica es preguntarnos qué nos apetece comer. Así, cuando se trate de hambre fisiológica, cualquier cosa nos valdrá. Sin embargo, cuando se trata de hambre emocional, seremos más exquisitos: solo nos apetecerán unos alimentos concretos.
Si crees que el hambre emocional está ocupando más espacio del que te gustaría en tu vida y crees que tú solo no eres capaz de reducirlo, no dudes en ponerte en manos de un profesional que te ayude a conseguirlo.
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